La Perla del Papaloapan

​​—Dicen que van a abrir el refugio —dijo María Inés—. Va a ser la segunda vez este año.

—Espero que no —dijo su tía.

Las dos mujeres se encontraban sentadas en el comedor del restaurante, vacío como de costumbre. Tenían la mirada colocada a través de la puerta abierta, y la humedad tropical se les condensaba en la piel, decorando el labio superior con un pequeño bigote de perlas de sudor.

—Lo bueno es que no hay turistas —dijo María Inés—.

El comentario era innecesario. Ya casi nunca había turistas.

El pueblo de Tlacotalpan, Veracruz era quizás el único de toda la república que permanecía intacto. Congelado en el tiempo. Las calles amplias y quietas enmarcaban vistas de casas coloniales pintadas de colores hermosos. Parecía postal. Los altos techos coloniales hacían que las personas en los umbrales de los recintos parecieran diminutas. Un pueblo hermoso para enanos veracruzanos. Ni un edificio de concreto. Ni un edificio de bloc.

—Te acuerdas cuando había perros? —preguntó la tía.
—Claro —mintió María Inés. —que risa. Perros en este calor.

La primera ola de destrucción en llegar al istmo fue la industrialización. Los barcos franceses que navegaban río arriba sobre el Papaloapan, cargados de muebles, telas, y otros lujos, dejaron de navegar cuando llegó el ferrocarril a Veracruz.

En los otros pueblos el comercio de productos franceses fue reemplazado por fábricas y bloc de concreto. Pero a Tlacotalpan no llegó la industrialización. Cuando se fueron los barcos, dejaron atrás un pueblo casi fantasma que relucía sobre el pantano como la espuma que dejan atrás las aguas en retroceso.

Las tiendas de productos de lujo se convirtieron, sin cambiar su inventario, en tiendas de antigüedades.

Lo que salvó al pueblo fue el río. Una vez cada ocho años aproximadamente el río crecía bíblicamente, y Tlacotalpan se inundaba. Las aguas trepaban los costados de las casas, dejando no más de metro y medio de estructura sobre el nivel del río. Los pueblerinos se resguardaban sobre los techos convertidos en islas, rodeados de sus objetos más valiosos. Sillas francesas, cuadros, cartas, instrumentos musicales. Cuando por fin se iban las aguas, las casas quedaban llenas de fango y lodo. Era tanto lodo que tardaban semanas en limpiarse. Primero se removía el lodo con palas, y luego escobas, hasta que por fin se podían cepillar los viejos pisos de pasta francesa. Esa era la razón por la cual las casas en Tlacotalpan tenían tan poco dentro. No valía la pena volver a comprar todo. Un lugar que se inunda así no es un lugar donde puede haber ni fábricas ni tiendas Elektra. Por eso el desarrollo llegó a Alvarado, a Córdoba, a Orizaba, y a todos esos otros lugares que por su orografía se salvan de la periódica destrucción del lodo, y no a Tlacotalpan.

El altavoz de la plaza comenzó a sonar: «El refugio abrirá a las cuatro de la tarde. El refugio abrirá a las cuatro de la tarde. El refugio abrirá…»

—Sí van a abrir el refugio.
—Sí.

La segunda ola de destrucción fue el turismo. Era una realidad que la república mexicana guardaba en sí lugares de belleza extrema. Belleza que, desafortunadamente, se fotografiaba bien. Antes de concluir la primera cuarta parte del siglo XXI, la mayoría de los lugares hermosos del país habían crecido de manera desmedida a causa del turismo, inundados de bares, de restaurantes, de tiendas de basura New Age. Los pueblos crecían y crecían y las selvas, bosques y desiertos se cubrían de concreto. Así habían caído Izamal, Tepoztlan, Bacalar, y Atlixco.

Pero Tlacotalpan había nacido a orillas del Papaloapan—no era fácil llegar en carretera. Se encontraba entre poco y nada. Así que se había salvado, por lo menos por un rato.

—Se cayó la red eléctrica —dijo María Inés.

El ventilador en el centro del comedor se había quedado sin corriente, y el espeso aire tropical lo alentaba con cada revolución. En el pueblo entero podía apreciarse una monumental tranquilidad. De golpe, había cesado el zumbido de todos los aparatos eléctricos del pueblo. Los compresores de aires y de refrigeradores, que normalmente llenaban la tarde con un constante zumbido de cigarras eléctricas, se encontraban en silencio.

—Deberíamos irnos.
—Tenemos tiempo todavía.

María Inés amaba estos tiempos de paz, cuando el pueblo entero se encontraba quieto, y se podían escuchar las pequeñas olas del río chocar contra el muelle. Parecía que ni los moscos volaban del calor.

Hubo un momento, por ahí del ’25, cuando el atractivo del país había llegado a tal fervor que el turismo rapaz comenzaba a tocar la puerta de Tlacotalpan. Algunos desarrolladores —políticos, por supuesto— habían comenzado a comprar las casonas que daban al río, a juntar lotes, construir hoteles de lujo, y a rentar sus casas en AirBnB. Parecía que ni la distancia ni la carretera bachuda mantendrían a Tlacotalpan alejado de la mirada de las redes sociales.

En eso llegó la Ola De Calor de 2027, y la frase temperatura de bulbo mojado se cementó en el léxico colectivo.

El cuerpo humano produce, mientras se encuentre con vida, calor. Para enfriarse se cubre con una pequeña capa de agua—sudor—que al evaporarse enfría el cuerpo, de tal manera que el cuerpo se mantiene a una temperatura constante de 37 grados.

Sin embargo, la eficiencia de enfriamiento se reduce entre más húmedo el medio ambiente. En los años cincuentas del siglo pasado, en un esfuerzo para entender las muertes de sus fuerzas armadas en durante la segunda guerra, científicos norteamericanos inventaron el concepto de temperatura de bulbo mojado. El concepto es simple: tapas un termómetro con una tela mojada, y lo colocas a la sombra. El termómetro se enfría a causa de la evaporación, y la temperatura que registra—menor a la del medio ambiente— indica la temperatura mínima a la cual se podría enfriar un ser humano.

—Que calor.

Las últimas revoluciones del ventilador empujaban el aire caliente hacia el piso, y María Inés sentía que el aire le aplastaba los pies. El dedo gordo, el segundo dedo, y la chancla de plástico verde que los separaba se habían fusionado. Maria Inés y su tía permanecían estáticas, adheridas a las sillas de plástico del restaurante como cuijas gigantes.

Cuando la temperatura de bulbo mojado supera los 37 grados, el aire, (que a otras temperaturas ayuda a evaporar el sudor y enfriar el cuerpo) se convierte en un donante de calor. El cuerpo se vuelve incapaz de enfriarse. La muerte es segura en cuestión de horas.

El récord mundial de temperatura de bulbo mojado lo tuvo por muchos años la ciudad de Dharan, Arabia Saudita, que registró en el 2003 temperaturas de bulbo mojado de 35 grados. Un record altísimo. Intolerable, quizás. Pero sobrevivible.

Hasta la Ola de Calor del 2027. Durante la segunda semana de julio de ese año, se registró en el istmo del país una ola de calor con temperaturas de 42 grados centígrados y 92% de humedad—una temperatura de bulbo mojado de 40.79 grados.

La gente dichosa de tener aire acondicionado se resguardó en sus casas, y algunos de los menos afortunados, en centros comerciales. Pero la demanda sobre la red eléctrica—causada, obviamente, por el uso simultáneo de todos los aires acondicionados de la región—resultó en que durante la noche del martes 6 colapsara la red.

Para el jueves 8, habían muerto aproximadamente un millón de habitantes en toda la región. En tan solo Villahermosa se decía que el numero superaba los quinientos mil. En algunos pueblos, la taza de mortalidad superaba el 96%.

El gobierno había dicho que era un evento único en la historia, que era imposible que se repitiera. Pero para los sobrevivientes era obvio que no había sido un evento tan peculiar—no estamos hablando de un asteroide, o una pandemia. Estamos hablando de calor y de humedad en el istmo de Tehuantepec.

El éxodo fue masivo. Los sobrevivientes escaparon al centro del país, a las montañas. Lejos del calor, lejos de la humedad. Veracruz, Tabasco, y el sur de Campeche quedaron prácticamente vacíos.

En Tlacotalpan, se estima que durante el pico de la ola de calor la temperatura de bulbo mojado había superado los 40.5 grados. Sin embargo no murió ni un solo habitante del pueblo.

María Inés recordaba bien esa tarde. La gente confundida salía de sus casas buscando fresco. ¿Hacía más calor adentro o afuera? ¿Alguien tenía aire? En eso, alguna persona—no se recuerda quién— caminó al muelle y se sumergió en el río.

Poco a poco, por ahí de la puesta del sol del día martes, los habitantes de Tlacotalpan comenzaron a salir de sus casas, y, como si fuera un gran bautizo colectivo, se adentraron en el fango y se sumergieron en el río.

Los rayos del ocaso, oblicuos, se dispersaban entre la atmósfera húmeda y pesada, iluminando de rojo carmesí los techos de las casas. María Inés pensaba que el pueblo entero estaba en llamas. Que el aire caliente le había prendido fuego.

Los habitantes se miraban desconcertados y solemnes, las caras cubiertas de pelo mojado, empapado de sudor y de agua de río. Era tal la humedad que la superficie del río se desintegraba y parecía que las aguas y el aire eran uno mismo.

Poco después, cayó la noche. No había un solo foco prendido en todo el sureste del país. No había luna, y María Inés aprendió que se podía ver con tan solo la iluminación de las estrellas. La vía láctea se extendía de un horizonte al otro, y más aún, se reflejaba sobre el río, y parecía que el pueblo entero de Tlacotalpan nadaba entre las estrellas, y que el cielo y el río eran uno mismo, y cada estrella era la escama de un gran pez.

La mañana siguiente, los pobladores salieron del río, y si bien nadie dijo nada, ninguno fue jamás el mismo.

En los meses siguientes, con fin de interrumpir el éxodo causado por el calor, el gobierno de la república en conjunto con la iniciativa privada crearon el Programa de Refugios Caloríficos. Enormes ballenas de acero, con aire acondicionado y una instalación eléctrica solar autosuficiente, potenciada por baterías que podían mantener frío el refugio durante 72 horas, dicen.

El esfuerzo fue en vano. La gente no regresó a los pueblos. Los Refugios, disque de emergencia, se utilizaban cada vez más y más por aquella minoría de gente que decidió, por alguan razón, permanecer en el pantano.

—Deberíamos irnos —dijo la tía de Maria Inés.

Maria Inés sabía que no tenía futuro en Tlacotalpan. Pero le era imposible abandonar el río.


Gracias a Rebeca Leal Singer por sus comentarios.